¿Quién no ha copiado alguna vez un
verso, un fragmento literario o ha citado una frase o pensamiento para enviarlo
a la persona amada, esa que nos aprieta el corazón, a quien queremos conquistar
y llenarla de bellas palabras amorosas?
Seguramente la mayoría ha escrito esas
declaraciones haciéndolas pasar por propias, impresionando al ser amado con el
ardid de una mentira leve que sólo ese amor puede justificar. Tú y yo, todos nosotros hacemos casi las
mismas cosas cuando estamos enamorados, nos descubrimos profundamente iguales
en nuestras ganas de ser correspondidos, de soñar, de desplegar todos nuestros talentos
frente a ese otro que nos conmueve y nos fascina.
Aunque ahora casi no se escriben
cartas porque nos comunicamos a través de las pantallas, las palabras de amor
no se extinguen y a pesar que se ha perdido la emoción de abrir un sobre para
encontrarnos con ese papel fragante a letras recién escritas, ni la tecnología,
ni la vida moderna han podido terminar
con ese romanticismo más antiguo: hablarnos de amor.
Cuando Pablo Neruda tenía recién
12 años era un niño tímido que vivía en el sur lluvioso de Chile, un pequeño
llamado Neftalí que trataba inútilmente de llamar la atención de María Pacheco,
una niñita de su edad que vivía en su barrio y que le gustaba mucho. Un día, castigado en el altillo de su casa
por “portarse muy mal” encontró escondida una pequeña caja barnizada con un
cierre dorado. La polvorienta caja estaba abierta y encontró en su interior
paquetes de cartas y tarjetas postales antiguas escritas por un tal Enrique y dirigidas
a una tal María. “Querida María… Adorada
María…Inolvidable María…” Cartas de amor volcánico y apasionado que Neftalí
devoró durante toda la tarde imaginando que él era el escritor enamorado y ella
una actriz o bailarina de éxito en Europa. Fue, quizás la primera novela de
amor que lo apasionó. Al pasar los días y comprobar que la niña de sus sueños,
su María, seguía siendo indiferente con él y ni lo miraba, decidió escoger una
de las cartas encontradas en el altillo y se la entregó en la calle para luego
salir corriendo. Al día siguiente ella lo encaró preguntándole por qué le
escribía cartas si además él no se
llamaba Enrique. Él dijo que ese era su nombre artístico, María le reclamó que eran cartas muy atrevidas
y a pesar de lo ruborizado que estaba, Neftalí contestó, como un experimentado
galán, que así eran las cartas de amor.
El paquete de cartas se fue
terminando y también su fascinación por María Pacheco. Ahora le gustaba mucho
más una amiga de María, era más alta y bonita aunque también se llamaba María,
la María Ortega, y a ella le entregó la última de las misivas. Entonces ocurrió lo previsible: las dos amigas
se mostraron las cartas y quedó en evidencia el engaño. Lo encararon y le
enrostraron su mentira: no era él quien las escribía porque en ellas se hablaba de Paris y él nunca
había estado allí. Las niñas lo dejaron diciéndole entre risas que cuando estuviera en
Paris les escribiera desde allá.
Y así, por falta de palabras
propias, Neftalí se quedó sin las tres Marías: la original, la Pacheco y la
Ortega. Sin embargo, nunca imaginó que años más tarde muchos, en todo el mundo,
tomarían “prestadas” sus palabras para enamorar a sus respectivas Marías.
Las cartas de amor pueden partir
como un juego, transformarse en una pasión y finalmente quedar guardadas en un
rincón escondido del altillo para revivir más tarde en otros romances y otras
historias. No importará si son copiadas,
tomadas de un libro o incluso robadas de un poema. Las cartas de amor
seguirán siendo esa emoción que hace saltar el corazón por la boca cuando las
escribimos y mucho más cuando recibimos una de vuelta. ¡Qué vivan las cartas de
amor!